viernes, 11 de septiembre de 2009

Y ahora, ¿qué hacemos con la foto?


Julia Tchepalova, el ángel caído.
En la sociedad actual el deporte despierta un interés inusitado como espectáculo. Mueve cantidades ingentes de dinero y da empleo a miles de personas, desde los propios deportistas, entrenadores, técnicos, sanitarios de toda índole, burócratas y una panoplia de periodistas, a veces más bien opinadores profesionales, todos ellos (o casi) dispuestos a lo que haga falta para mantener vivo el interés del Gran Público (cuanto más grande mejor) y de rebote, el del sponsor dispuesto a aflojar la cartera a cambio de enseñar su etiqueta en primera línea (la segunda o la tercera no valen, o valen menos). Esto en lo que se refiere al deporte profesional, luego está el de los aficionados/consumidores que mueve otra ingente cantidad de dinero e intereses comerciales e industriales, siempre a remolque y mirándose en el espejo del bien montado circo profesional.
En este contexto, el deportista profesional es un valioso activo para cuyo aprovechamiento hay que hacer una bien calculada inversión, al que hay que sacar un rendimiento y al que es preciso cuidar, tanto en sus prestaciones reales y funcionales, como en aspectos de marketing, como su imagen y prestigio o consideración social.

La ecuación final es sin duda infalible: Exigencia de resultados más disponibilidad farmacológica más alta competitividad igual a doping.

Ante la inevitabilidad de esto último, el deporte articula sus estrategias para minimizar los daños. El deportista es, como hemos dicho, un activo de gran valor, en muchos deportes difícilmente sustituible y que lleva tras de sí una gran inversión. No conviene deshacerse de él.
Así, los equipos deportivos realizan sus propios controles y su código interno va más dirigido a anticiparse a las sanciones que a corregir la falta de ética de sus deportistas, conviene por supuesto que los organismos que rigen el deporte no sean excesivamente rigurosos a la hora de establecer las sanciones (de hecho, en algunos deportes no lo son en absoluto) y conviene también que los medios, el vehículo imprescindible para que todo este entramado funcione, no sean excesivamente críticos. Sólo así se explica la tibieza general con la que, salvo contadísimas excepciones, se trata el tema. Finalmente, las estructuras legales al servicio de este negocio se dedicarán con ahínco, si es preciso, más que a demostrar la inocencia, a buscar muchas veces la rendija legal a través de la cual deslegitimar las acusaciones, o simplemente evitar o postergar a conveniencia las sanciones, confirmando entre el público, aquella triste máxima de “hecha la ley, hecha la trampa”.
De vez en cuando y para que parezca que la cosa funciona, no viene mal echar a las fieras, para acallarlas, a algún deportista ya rentabilizado o de dudoso futuro. No es extraño entonces que, donde Julia Tchepalova (33 años y tres oros olímpicos) y Yevgeni Dementiev (26 años y también oro olímpico) han admitido su culpa, Nina Rysina (23 añitos y mucho futuro) se muestre dispuesta a pelear con uñas y dientes por lo que le queda, donde hay todavía tanto en juego.

Después de esto, ¿qué hago yo con la foto de Julia Tchepalova?

(Si bien este artículo hace referencia al hecho concreto de los positivos de estos tres esquiadores de fondo rusos, en esta historia, tantas veces repetida, de ídolos caídos, hay paralelismos evidentes con sucesos más próximos a nosotros y más recientes, fotografía incluida. Al contrario de lo que se suele decir en las películas, cualquier parecido no es, para nada, una coincidencia)

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